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lunes, 18 de junio de 2012

Gobierno del Poder Judicial y valor de la jurisprudencia: un intento de dos cambios sustanciales



(Publicado en Tribunales de Justicia, nº 10, octubre 2002, sección “Opinión”, págs. 1-18. Los textos en azul son comentarios o resúmenes elaborados por la redacción de la Revista)





Gobierno del Poder Judicial y valor de la jurisprudencia: un intento de dos cambios sustanciales

 


Andrés de la Oliva Santos


Catedrático de Derecho Procesal

de la Universidad Complutense



El autor realiza un análisis crítico de dos modificaciones de gran calado contenidas en un borrador de la LOPJ difundido recientemente: un cambio en el estatuto de los Vocales del CGPJ y en las funciones de sus órganos internos; y el otorgamiento de fuerza vinculante a la jurisprudencia del TS.



I. Un «Borrador» de nueva Ley Orgánica del Poder Judicial



En los meses de junio y julio, proliferaron las noticias acerca de un Borrador de una nueva Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ), que, entre otras muchas innovaciones, contiene dos capaces de hacer hablar al mudo (precisamente ésa era mi situación: la de mudo voluntario sobre la mayoría de los asuntos públicos, por motivos que quizá en otro momento convendrá explicar, porque no son personalísimos, sino concernientes al clima de falta de aprecio a la libertad y al Derecho genuino, máxima garantía social de la libertad).



Ahora, en el obligado trance de escribir estas páginas, un trance que no es agradable, apelo expresamente, no sólo al amor a la libertad (que es falso cuando no se quiere la libertad ajena), sino también a los mínimos de buen sentido y de tolerancia que requiere la democracia para no verse falseada y corrompida. Aquí no hay ataque a personas ni a instituciones, sino puro ejercicio de libertad en defensa de lo que, legítimamente, considero preferible para nuestro país. Lamentaría mucho que se sintiesen personal o institucionalmente agredidos los autores del Borrador o sus promotores y defensores. Lo digo porque, en algunas ocasiones parecidas a ésta, ya he contemplado —y, lo que es peor, he hecho padecer, sin yo saberlo, a otros—, reacciones destempladas de unos pocos, que, a buen seguro, verbalmente son entusiastas paladines de las libertades de pensamiento y de expresión y, más en concreto, verbalmente aceptan y defienden la crítica a la acción de gobierno y a las resoluciones judiciales.



Pero entremos en materia. El llamado Borrador —del que han circulado al menos dos versiones, entregadas a varias personas por autoridades ministeriales— pretende, entre otras innovaciones, estas dos:



1.ª) Una sustancial modificación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), legalmente el supremo «órgano de gobierno» de dicho Poder;



2.ª) Atribuir fuerza legalmente vinculante a la interpretación de las normas por el Tribunal Supremo, lo que afectaría a nuestro sistema de fuentes del Derecho y, en definitiva, a nuestro sistema jurídico.



No me propongo tratar exhaustivamente estos dos asuntos —el segundo, de enorme amplitud—, sino sólo dar cuenta cabal de lo que el Borrador proyecta, con la información, el análisis y las observaciones indispensables. Y como no se trata de un debate sobre «modelos» —de «gobierno del Poder Judicial» o de sistemas jurídicos—, sino de un determinado proyecto de reforma legislativa, no me limitaré a consideraciones de ortodoxia constitucional o de doctrina y técnica jurídicas. Algo diré también —en parte, de inmediato— sobre elementos de otra índole. Los proyectos de cambio legislativo no son ucrónicos ni utópicos, sino históricos: se inscriben en precisos espacios territoriales, temporales y, en suma, culturales, de modo que importan algunos datos y circunstancias históricas.



II. Sustancia y circunstancia del Borrador: la «circunstancia»




Bien se puede considerar que el texto es la sustancia del referido Borrador. Pero éste tiene también una circunstancia, con elementos concretos, que deben ser expuestos y analizados, porque en absoluto carecen de relevancia, sino que, por el contrario, resultan, si se me permite el juego de palabras, muy sustanciosos.



1. La comisión oficiosa elaboradora del Borrador



El primero de esos elementos circunstanciales consiste en que los Borradores proceden de una comisión no oficial, pero auspiciada por el Ministerio de Justicia (siendo su titular el Sr. Acebes) y presidida por el actual Presidente de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, el Sr. Rodríguez García.



Que la comisión sea oficiosa o informal, aunque se le haya encargado una tarea de tanta envergadura, quizá se explique por el régimen legal de incompatibilidades de los Magistrados del Alto Tribunal. Ese régimen legal no permite la integración de tales Magistrados en activo en la Comisión General de Codificación, órgano asesor del repetido Ministerio. Y, en todo caso y aunque no hubiera ley, el buen sentido jurídico y constitucional desaconseja que Magistrados que ejercen jurisdicción asesoren a miembros del Gobierno (en especial, si corresponde precisamente a esos Magistrados el control jurisdiccional de las disposiciones y actos del Gobierno).



Por mucha que sea la informalidad de la comisión, lo cierto es que ha existido y actuado y que el tan citado Ministerio ha difundido, aunque muy restringidamente, las dos versiones del Borrador (1). Así que, en definitiva, resulta poco discutible la infracción del espíritu de la ley y de la Constitución en la base de esta iniciativa, lo que constituye un pésimo principio y resulta tanto más extraño por ser los protagonistas quienes son. Si no hay escándalo no será por falta de motivo o causa, sino por una lamentable carencia de sensibilidad y por acostumbramiento, igualmente lamentable, a sucesos similares.



2. La ausencia de base política y doctrinal del Borrador



El segundo elemento o dato circunstancial del Borrador es que los dos referidos cambios proyectados en la LOPJ no se encuentran previstos en el programa electoral de ningún partido conocido ni en documento programático de ningún Colegio o asociación profesional ni en el llamado Pacto de Estado para la reforma de la Justicia.



Tampoco ninguno de los dos cambios a que me ciño aquí ha sido reclamado por sectores doctrinales del Derecho ni por autores aislados, más o menos prestigiosos.



Así, pues, además de no responder a clamor doctrinal alguno, mayor o menor, el Borrador carece de base política conocida.



Esta consideración carecería de sentido (y, a fortiori, de sentido peyorativo), si el Borrador fuese una iniciativa privada, perfectamente legítima. Pero la ausencia de base política resulta relevante a causa de dos factores. Primero, que la prensa y varios destacados personajes judiciales vinculan el Borrador con el Ministerio de Justicia, sin contradicción ni rectificación alguna. El segundo elemento o factor que atribuye relevancia a la ausencia de una conocida base política del Borrador es el hecho de que, por lo que se sabe, en su elaboración ha sido predominante la intervención de Magistrados del Tribunal Supremo.



En efecto: al tiempo de redactar estas páginas, es conocido que la «comisión oficiosa» estaba presidida por el Excmo. Sr. D. Ángel Rodríguez García, Magistrado del Tribunal Supremo (TS) y Presidente de su Sala de lo Contencioso-Administrativo (2). Y sabemos también que han defendido públicamente el Borrador los Excmos. Sres. D. Ramón Trillo Torres y D. Francisco J. Hernando Santiago (3) (los cito por el orden de sus intervenciones públicas). El primero es Magistrado del TS, Sala de lo Contencioso-Administrativo y el segundo es el actual Presidente del TS y del CGPJ, también Magistrado de la Sala lo Contencioso-Administrativo del Alto Tribunal.



Concretamente, el Presidente del TS y del CGPJ afirma que «un borrador de anteproyecto para la posible reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial» (…) «ha sido confeccionado por un grupo de expertos designados al efecto por el Ministerio de Justicia» y que «aquel documento (por demás meritorio y al que han dedicado sus esfuerzos profesionales del máximo nivel) (4) no ha sido aún [nótese: «aún»] hecho propio por el Ministerio de Justicia». Y prosigue Hernando Santiago: «Tampoco ha sido objeto de negociación con los partidos políticos, sindicatos o Comunidades Autónomas, extremo éste por demás trascendente ya que toda reforma de esta área debe buscar los niveles de consenso alcanzados por el Pacto de Estado de Reforma de la Justicia. Por último, no se ha debatido, para la aportación de sugerencias de mejora, con la Carrera Judicial, sus asociaciones o cualquiera de los cualificadísimos profesionales del Derecho que trabajan día a día en nuestra nación.»



Hernando Santiago culmina estos párrafos con las siguientes palabras orientadoras: «creo por ello innecesario decir —por evidente a tenor de lo expuesto— que a partir de ahora se han de empezar a quemar, sin prisas pero sin pausas, todas aquellas etapas de reflexión, concertación y consenso con el fin de lograr entre todos un texto de Ley Orgánica del Poder Judicial riguroso, moderno y que tenga vocación de perdurabilidad.»



Así, pues, ocurre que, cuando escribo, ya entrado el mes de agosto de 2002, no ya la mayor, sino la única información detallada ofrecida públicamente sobre la iniciativa del Borrador de nueva LOPJ, cuyo impulso es atribuido al Ejecutivo —a un Departamento ministerial, en concreto—, ha sido suministrada, con pormenores sobre su situación y, lo que es aún más llamativo, con expresión de propósitos acerca de su ulterior desarrollo (ritmo, etapas «a quemar», etc.), no por algún órgano del Ejecutivo, sino por quien preside el Poder Judicial.



Ni que decir tiene que el Presidente del TS y del CGPJ puede, sin escándalo de nadie, tener conocimiento de todo lo que comunica y ha quedado transcrito: una cosa es la separación de poderes y otra, la ausencia de comunicación entre ellos. Y resulta preferible la comunicación y las buenas relaciones —cada cual «en su sitio», eso sí— que la tirantez y la hostilidad sistemáticas. Parece evidente que el Presidente del TS y del CGPJ conoce bien el impulso del Borrador, sus protagonistas, el futuro trabajo y otros pormenores. Y no hay que dudar de que la sencillez y el acertado convencimiento de la inexistencia de secreto han inspirado las palabras de Hernando Santiago. Con todo, no deja de resultar chocante que, en medio del silencio del Ejecutivo, sea el máximo representante del Poder Judicial quien informe de un trabajo pasado y del previsible futuro, cuando aquél ha sido promovido por el Ejecutivo y cuando a éste corresponde la iniciativa legislativa, de la que carecen legalmente (y conviene que la realidad se ajuste a la legalidad) los Jueces y los Magistrados, cualesquiera que sean su categoría y cargos judiciales.



Todo esto guarda relación con algunas consideraciones, no técnico-jurídicas, que formularé más adelante.



III. La «sustancia» del Borrador




En cuanto a la sustancia del Borrador, circunscrita a los dos cambios ya indicados, cabe adelantar un rasgo común: no ser conformes a la Constitución, rasgo éste que, como se verá, poca duda puede ofrecer si la Norma Fundamental es interpretada según las normas de la hermenéutica. Pero comenzaré por describir la innovación relativa al CGPJ.


lunes, 2 de enero de 2012

CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA DE 1812: SE ENCUENTRAN COSAS APROVECHABLES


EL MEJOR HOMENAJE QUE SE ME OCURRE: EL TEXTO ÍNTEGRO




CONSTITUCIÓN POLÍTICA DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA.
PROMULGADA EN CÁDIZ A 19 DE MARZO DE 1812

Don Fernando VII, por la gracia de Dios y la Constitución de la Monarquía española, Rey de las Españas, y en su ausencia y cautividad la Regencia del Reino, nombrada por las Cortes generales y extraordinarias, a todos los que las presentes vieren y entendieren, sabed: Que las mismas Cortes han decretado y sancionado la siguiente:

CONSTITUCIÓN POLÍTICA DE LA MONARQUÍA ESPAÑOLA

En el nombre de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, autor y supremo legislador de la sociedad.

Las Cortes generales y extraordinarias de la Nación española, bien convencidas, después del más detenido examen y madura deliberación, de que las antiguas leyes fundamentales de esta Monarquía, acompañadas de las oportunas providencias y precauciones, que aseguren de un modo estable y permanente su entero cumplimiento, podrán llenar debidamente el grande objeto de promover la gloria, la prosperidad y el bien de toda la Nación, decretan la siguiente Constitución política para el buen gobierno y recta administración del Estado.

TÍTULO PRIMERO

DE LA NACIÓN ESPAÑOLA Y DE LOS ESPAÑOLES

CAPÍTULO PRIMERO

De la Nación española.

Art. 1º.

La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios.

Art. 2º.

La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona.

Art. 3º.

La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales.

Art. 4º.

La Nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen.

CAPÍTULO II

De los españoles.

Art. 5º.

Son españoles:

Primero. Todos los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las Españas, y los hijos de éstos.

Segundo. Los extranjeros que hayan obtenido de las Cortes cartas de naturaleza.

Tercero. Los que sin ella lleven diez años de vecindad, ganada según la ley en cualquier pueblo de la Monarquía.

Cuarto. Los libertos desde que adquieran la libertad en las Españas.

Art. 6º.

El amor de la Patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles, y asimismo el ser justos y benéficos.

Art. 7º.

Todo español está obligado a ser fiel a la Constitución, obedecer las leyes y respetar las autoridades establecidas.

Art. 8º.

También está obligado todo español, sin distinción alguna, a contribuir en proporción de sus haberes para los gastos del Estado.

Art. 9º.

Está asimismo obligado todo español a defender la Patria con las armas cuando sea llamado por la ley.

TÍTULO II

DEL TERRITORIO DE LAS ESPAÑAS, SU RELIGIÓN Y GOBIERNO, Y DE LOS CIUDADANOS ESPAÑOLES

CAPÍTULO PRIMERO

Del territorio de las Españas

Art. 10.

El territorio español comprende en la Península con sus posesiones e islas adyacentes, Aragón, Asturias, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Cataluña, Córdoba, Extremadura, Galicia, Granada, Jaén, León, Molina, Murcia, Navarra, Provincias Vascongadas, Sevilla y Valencia, las islas Baleares y las Canarias con las demás posesiones de África.

En la América septentrional, Nueva España, con la Nueva Galicia y Península de Yucatán, Guatemala, provincias internas de Oriente, provincias internas de Occidente, isla de Cuba con las dos Floridas, la parte española de la isla de Santo Domingo, y la isla de Puerto Rico con las demás adyacentes a éstas y al continente en uno y otro mar.

En la América meridional, la Nueva Granada, Venezuela, el Perú, Chile, provincias del Río de la Plata, y todas las islas adyacentes en el mar Pacífico y en el Atlántico.

En el Asia, las islas Filipinas, y las que dependen de su gobierno.

Art. 11.

Se hará una división más conveniente del territorio español por una ley constitucional, luego que las circunstancias políticas de la Nación lo permitan.

CAPÍTULO II

De la religión.

Art. 12.

La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra.

martes, 27 de diciembre de 2011

MEDIACIÓN Y JUSTICIA: SÍNTOMAS PATOLÓGICOS


Cuando llegue al lector este número del renovado Otrosí, [1] quizá estará aún formalmente en el telar parlamentario un Proyecto de Ley de Mediación en Asuntos Civiles y Mercantiles (en adelante, PLM: pueden consultar su texto mediante el siguiente enlace:http://www.congreso.es/public_oficiales/L9/CONG/BOCG/A/A_122-01.PDF)

Pero la disolución anticipada del Congreso y del Senado correlativa a la convocatoria de elecciones generales anticipadas, hace más que probable que el PLM no se convierta en Ley. Yo lo traigo a colación porque, además del interés que la mediación pueda suscitar, el PLM entraña -me permitiré el uso del presente histórico- un elocuente conjunto de indicios patológicos en la consideración de la Justicia y el Derecho por numerosas personas titulares de los poderes públicos.
[1] Este texto apareció finalmente en Otrosí, Rev. del Ilustre Colegio de Abogados de Madrid, Septiembre de 2011, págs. 7-14.

I.- Orientación general de la Ley proyectada

La mediación no se contempla en el PLM como un sistema de autocomposición de conflictos con interés intrínseco, sino, de forma inmediata y primordial, en su relación con la Justicia del Estado, como una alternativa. El apartado I de la Exposición de Motivos finaliza, coherentemente, con las siguientes palabras: “la presente ley apuesta por la mediación porque ve en ella un cauce con claros beneficios para la Administración de Justicia y para los ciudadanos que podrán disponer, si voluntariamente así lo deciden, de un instrumento muy sencillo, ágil, eficaz y económico para la solución de sus conflictos, alcanzando por sí solos un acuerdo al que esta ley otorga fuerza de cosa juzgada, como si de una sentencia judicial se tratase.” (la cursiva es mía).

Quisiera expresar mis más serias objeciones a ese planteamiento con la misma rotundidad con que se expresa el PLM. Desde hace largo tiempo, se observa una atención de política legislativa hacia el arbitraje, la conciliación y la mediación en directa relación con problemas –con frecuencia reales, pero no siempre ajustadamente descritos- de la Justicia estatal u oficial. Es decir, los ADR se asocian a un diagnóstico, más o menos disimulado, de imposible o muy difícil mejora de esa Justicia. El diagnóstico es falso. Pero sirve para no afrontar responsabilidades que no se solventan con proyectos de ley.

Existe en España una secular cultura popular de acceso a la Justicia para obtener, precisamente de los tribunales oficiales, una tutela conforme a Derecho. Dicho con otras palabras: son muy comunes y muy arraigados el impulso y la decisión de acudir a los tribunales para que remedien la injusticia que se ha sufrido o que aún se sufre, sin que el coste de la Justicia oficial opere como un fuerte elemento disuasorio. La gente demanda que se le haga justicia y pocas veces pide que una controversia sea resuelta de alguna forma. La demanda de justicia es perfectamente legítima y no debe ser desoída o desdeñada. Y es desoída o desdeñada cuando, en lugar de preocuparse por más y mejores recursos humanos y más medios materiales para la Justicia estatal, el Estado reacciona principalmente con la promoción de alternativas.

Bien están las alternativas. Es bueno que existan y estén bien reguladas, pero es perverso que desplacen el debido esfuerzo del Estado por dotar a la Administración de Justicia de los recursos humanos y de los medios materiales necesarios para cumplir su  indeclinable función, especialmente en un país con una Constitución vigente, de 1978 (en adelante, CE), en la que se proclama como derecho fundamental el “derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos” (art. 24.1 CE).

El apartado I de la Exposición de Motivos (en adelante, E. de M.) del PLM ya manifiesta un craso error conceptual y, en consecuencia, un gran error de básica perspectiva legisferante. Véanse los siguientes párrafos:

La modernización de la Administración de Justicia no se circunscribe a la mejora de su organización o al perfeccionamiento y depuración de las normas procesales. También es necesario abordar fórmulas válidas y aceptadas en el Estado de Derecho, orientadas a dimensionar el creciente volumen de asuntos que llegan a la jurisdicción favoreciendo un uso más racional de los recursos disponibles. En este sentido, desde hace ya algunos años se están potenciando fórmulas complementarias de resolución de conflictos, que permiten a los ciudadanos resolver sus controversias con altos niveles de satisfacción y, al tiempo, ayudan a la agilización y mejora de todo el sistema de justicia.”

“Una de esas fórmulas es la mediación y, aunque existen experiencias importantes en este campo, lo cierto es que en nuestro ordenamiento jurídico no existe una norma que, con carácter general, ponga en conexión la mediación con la jurisdicción lo que, en la práctica, limita la eficacia real de aquella. Este es el propósito principal de esta ley.”

No es cierto, desde ningún punto de vista, que la Administración de Justicia comprenda la mediación (ni otras fórmulas similares) y no es cierto, por tanto, que modernizar la Administración de Justicia suponga potenciar fórmulas complementarias de resolución de conflictos. La mediación no es Administración de Justicia, ni por sus protagonistas ni por su método. En la mediación no tiene por qué intervenir el Estado, puede llevarse a cabo con formas máximamente flexibles, simplemente amparadas por la ley en cuanto manifestaciones de la autonomía de la voluntad de los sujetos jurídicos y el acuerdo se basa en la conveniencia mutua y no necesariamente en reglas jurídicas aplicables al caso. Por su parte, modernizar la Administración de Justicia es actuar sobre ella con propósitos de mejora y eso, dejando a un lado elucubraciones de toda clase, significa idear y realizar mejoras orgánicas, procesales, humanas y materiales. No consiste en eso el PLM.

 Las fórmulas de resolución de conflictos a que alude la E. de M. pueden, ciertamente, considerarse complementarias de la Administración de Justicia, pero el complemento no es lo mismo que lo complementado. Esas fórmulas suelen ser alternativas al recurso a la Administración de Justicia y, cabalmente, en cuanto alternativas, son algo sumamente distinto del proceso y de la sentencia.

A propósito del párrafo de la E. de M. del PLM transcrito al principio, está visto que en España resulta modernísimo denominar “apuestas” a las opciones y también, como es el caso ahora, a las opciones de política legislativa. Nada tiene de raro, pues, que aparezca la “apuesta por la mediación”, aunque me parece significativo que la opción legislativa se exprese en términos de juegos de azar. Los “claros beneficios para la Administración de Justicia” no pueden existir como efecto directo del PLM, puesto que, como ya hemos demostrado, el PLM no trata de mejorar la Administración de Justicia. Sin duda, los “claros beneficios” consistirían, según el PLM, en una sustancial disminución del número de procesos. Al respecto parecen convenientes dos observaciones: en primer lugar, que, tras muchos años de énfasis políticos e inventos legales para disminuir la litigiosidad a base de alternativas a la Justicia estatal, la experiencia española no puede ser más clara: la litigiosidad no ha dejado de aumentar en ningún momento, al margen de los efectos de la actual crisis económica. En segundo lugar, en la hipótesis de que la mediación nueva fuese un cauce de solución masiva de controversias en asuntos civiles y mercantiles, no sería de excluir –aunque no parecen haber pensado en ello- que la disminución de procesos declarativos se viese compensada por un nada despreciable incremento de ejecuciones forzosas. A los “beneficios” para “los ciudadanos” nos referiremos más adelante.

II.- Disposiciones más significativas del PLM

1. Concepto legal de mediación: errores y falsedades.

Examinada la orientación general del PLM, daremos ahora noticia de aquellos preceptos que contribuirían más significativamente a configurar la innovación que se pretende introducir en España. Es lógico señalar, ante todo, cómo define la mediación el PLM, en su artículo 1, que literalmente dice:

“Se entiende por mediación aquel medio de solución de controversias en que dos o más partes intentan voluntariamente alcanzar por sí mismas un acuerdo con la intervención de un mediador.”

“Sólo las mediaciones desarrolladas con arreglo a esta ley producirán los efectos procesales que en ella se establecen.”

Resulta poco discutible que esta definición extiende el concepto de mediación más allá de ésta misma. Por mediación puede entenderse la acción de mediar (“se está llevando a cabo una mediación”) y también el hecho mismo de haber mediado (“se produjo una mediación”). Pero no cabe incluir en el concepto de mediación aquello que, como ya hemos dicho, no es sino un resultado posible, pero no necesario, de la actividad de mediación y que depende de sujetos distintos del protagonista o protagonistas de la mediación. El acuerdo no es parte de la mediación. Y si los sujetos o “partes” que recurren a un mediador pueden, como lo hace el precepto reproducido, considerarse protagonistas de la mediación, se deberá precisamente a algo contrario de lo que el precepto afirma: se deberá a que no se consideran capaces de alcanzar un acuerdo “por sí mismas”. Si dos partes llegan a un acuerdo “por sí mismas” difícilmente puede afirmarse que el acuerdo es fruto de la intervención de un mediador.

No faltarán, probablemente, quienes vean en estas observaciones un excesivo criticismo en el análisis de la literalidad que, en opinión de esos objetores, carecería de relevancia. No es ése mi criterio. Además de que la experiencia demuestra que los preceptos legales defectuosamente formulados son siempre, cuando menos, perturbadores, me detengo en lo que considero errores de base, aunque se trate de pequeñas inexactitudes, porque son coherentes con la sustancia del PLM. Sería aquí de aplicación, como en tantas ocasiones, el viejo adagio procedente de Aristóteles: parvus error in principio, magnus est in fine. A mí me parece muy necesario recordar esta regla en un tiempo como el actual, en el que, también en el ámbito de la legislación y del Derecho, las modas se imponen con una enorme y excesiva facilidad, precisamente a base de excluir, muy a menudo, los fundamentos teóricos más elementales. Exclusión superlativamente frívola, que suele ir acompañada, puesto que la moda manda, por la ignorancia o el desprecio a la experiencia anterior a la moda.

Pero es que, además, en el párrafo primero del art. 1 PLM hay una pura falsedad. En efecto, la mediación del PLM se define como un medio de solución de controversias consistente en un intento de acuerdo llevado a cabo “voluntariamente”. Y no hay en la proyecta ley de mediación, como nota esencial de ésta, la voluntariedad. Por el contrario, son de suma importancia los preceptos del PLM que imponen acudir a la mediación so pena de no acceder a la Jurisdicción, a la Justicia del Estado. Esta falsedad -porque de falsedad se trata, no de error- de la primera norma positiva del PLM no es un buen presagio sobre la innovación proyectada.

2. La obligatoriedad de la mediación voluntaria

El art. 7 PLM proclama, desde su rótulo, la voluntariedad de la mediación. Pero el apartado 1 de ese precepto dispone que “la mediación es voluntaria, sin perjuicio de la obligatoriedad de su inicio cuando lo prevea la legislación procesal.” Y la legislación procesal quedaría modificada para obligar a la mediación por obra de ciertos preceptos de la Disposición Adicional Cuarta del PLM. En concreto, un nuevo apartado 3 del art. 437 de la Ley de Enjuiciamiento Civil (LEC), haría obligatorio haber intentado previamente la mediación en los asuntos civiles y mercantiles para los que está previsto que se siga un juicio verbal por razón de la cuantía (no de la materia), cuando no sea superior a seis mil euros (art. 250.2 LEC). Sin acreditar documentalmente ese intento, la demanda no sería admitida.

Esta innovación carece, como veremos enseguida, de cualquier originalidad. En cambio, el PLM contiene, en su Disposición Adicional Tercera, una previsión muy original, pues se refiere a procesos contencioso-administrativos. El art. 77 de la Ley de la Jurisdicción Contenciosa-Administrativa (LJCA: Ley 29/1998, de 13 de julio) quedaría reformado en el sentido de disponer que en los procedimientos en primera o única instancia, el tribunal, tras demanda y contestación, además de hacer considerar a las partes “la posibilidad de alcanzar un acuerdo que ponga fin a la controversia, cuando el juicio se promueva sobre materias susceptibles de transacción y, en particular, cuando verse sobre estimación de cantidad”, en este último caso, podría “imponer a las partes el sometimiento a las normas de la Ley de mediación en asuntos civiles y mercantiles relativas a los principios de la misma, el estatuto del mediador y el procedimiento”.[1] Este intento de mediación suspendería el curso de las actuaciones procesales hasta su terminación, de la que las partes habrían de informar.

a) La mediación obligatoria previa a procesos civiles.

Ninguna de estas dos normas puede merecer nuestra alabanza. En cuanto a la mediación obligatoriamente preceptiva en ciertos procesos civiles, es de señalar que se trataría de reintroducir un requisito de procedibilidad semejante -no igual, pero sí semejante y equivalente- al que ya existió en la Justicia civil española al menos durante 113 (ciento trece) años consecutivos, con nulo éxito o, para ser más exactos, con absoluto fracaso.

En efecto: una conciliación judicial preceptiva previa al proceso civil venía impuesta por la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881 para la práctica totalidad de los procesos civiles. Para la admisión de las demandas sobre asuntos civiles y mercantiles, se exigía acreditar que esa conciliación judicial había terminado sin avenencia o había sido “intentada sin efecto” (esto es, que la futura parte pasiva ni siquiera había comparecido ante el juez competente para la conciliación). El porcentaje de conciliaciones exitosas no alcanzaba ni siquiera el 1% de los litigios civiles y mercantiles. No es de extrañar que la importante y extensa  Ley 34/ 1984, de 6 de agosto, de reforma urgente de la Ley de Enjuiciamiento Civil, dispusiese, como decía su E. de M. “conferir al acto de conciliación, que, como demuestra la experiencia, ha dado resultados poco satisfactorios, un carácter meramente facultativo”. En este punto, la reforma de 1984 fue recibida con general satisfacción: desaparecía lo que no era sino un factor de dilación y de incremento del esfuerzo y el coste de los procesos civiles. Lo que la experiencia había demostrado es que quienes estaban resueltos a demandar, lo hacían, bien una vez agotados por su cuenta los intentos de llegar a un acuerdo, bien por no estar dispuestos a acuerdo de ninguna clase, sino determinados a obtener una concreta sentencia favorable.

No se ha registrado cambio alguno en la cultura jurídica española que permita suponer que la obligatoriedad de la mediación proyectada en asuntos civiles será ahora efectiva cuando antes la conciliación resultó un mero estorbo. Entendemos, por tanto, que los promotores del PLM han descubierto, no el Mediterráneo, sino más bien el Mar Muerto. Que el intento de mediación sea obligatorio para asuntos de cuantía no superior a seis mil euros sólo puede servir, si acaso, para disuadir litigios menores, dado el coste de la mediación, superior al de la abandonada conciliación previa. Pero, en tal caso, serían personas sin grandes recursos económicos las más afectadas negativamente por esa innovación tan pretendidamente progresista.

b) La mediación obligatoria previa a procesos contencioso-administrativos.

En cuanto a la mediación en el ámbito de la jurisdicción contencioso-administrativa, lo primero que se hace necesario señalar es que el PLM contradice, con esta concreta innovación que pretende, el ámbito que el mismo PLM se fija en su propio rótulo. Recordémoslo: “mediación en asuntos civiles y mercantiles”. Los asuntos civiles y mercantiles son una excepción cuantitativamente muy pequeña cuando se trata de procesos en que son los administrados quienes demandan al Estado. La Jurisdicción contencioso-administrativa es un ámbito jurisdiccional eminentemente revisor del ajuste a Derecho de las acciones y omisiones de las Administraciones públicas y entidades asimiladas y aunque lo que se pretenda sean condenas al pago de cantidades de dinero, lo que se dilucida, ante todo, es si las Administraciones han actuado de conformidad con el Derecho administrativo, no al Derecho civil o mercantil. Por tanto, el rótulo de una futura Ley de Mediación comprensiva de lo que ahora nos ocupa habría de ser modificado para que el contenido de la Ley no estuviese en grosera discordancia con su nombre.

En segundo lugar, hemos de señalar que nos parece una ocurrencia tan original como poco lógica y nada equitativa para los administrados la que permite al tribunal, cuando se trate de reclamaciones de cantidad, imponer a las partes la mediación, ya iniciados los procesos, suspendiéndolos. Porque cuando la tutela jurisdiccional pretendida frente al Estado se fundamenta en normas de Derecho privado, se exige una reclamación administrativa previa al recurso a la Justicia (arts. 120.1 y 121-122 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común: en adelante LRJAP-PAC). Y en esos casos como en todos los restantes, que no son asuntos civiles ni mercantiles, el procedimiento administrativo anterior a la posibilidad de acudir de acudir a la Justicia[2] prevé, con carácter general, una posible terminación convencional del procedimiento administrativo (art. 88 LRJAP-PAC), es decir, por acuerdo de las partes, especialmente fácil en lo relativo al quantum de lo que la Administración debería pagar al administrado, cualquiera que sea el título o concepto jurídico (indemnización por daños, devolución de impuestos, etc.). El ámbito de posible finalización del procedimiento administrativo mediante acuerdo es plenamente coincidente con el de la posible mediación: materias susceptibles de transacción.

Sabedores los autores del PLM de la lógica inclinación de los tribunales de justicia a procurar eludir enjuiciamientos, dan por sentado que se acogerán a la posibilidad de imponer la mediación, que no acarrearía ninguna consecuencia negativa a los Jueces y Magistrados[3] y podría ahorrarles, en ciertos casos, tener que resolver. Pero, sobre todo en una situación en que el Estado (esto es, la Administración central, las Administraciones autonómicas y municipales y las empresas públicas) es el principal deudor de cientos de miles de ciudadanos y de pequeñas y medianas empresas, ofrecer a ese deudor otra oportunidad de, cuando menos, demorar aún más el pago (todo lo que dure el procedimiento de mediación) resulta singularmente inicuo si se tiene en cuenta que a la demanda frente al Estado ha precedido necesariamente un procedimiento administrativo de larga duración, en el que ha existido la posibilidad de llegar a un acuerdo que pusiese fin al litigio. En relación con esta imposición de mediación voluntaria, la invocación del PLM al “beneficio de los ciudadanos”, antes reseñada, constituye un cruel sarcasmo. Lo que el PLM promovería, además de un aumento de la morosidad de las Administraciones públicas, sería una dilación injustificada de los procesos.

3. La fuerza ejecutiva del acuerdo alcanzado por la mediación regulada en el PLM

Pieza clave de la concreta mediación del PLM, pieza que, junto a la descrita obligatoriedad, hace segura la “apuesta” por esa mediación, es la atribución de la cualidad de título ejecutivo al acuerdo con que eventualmente finalice la mediación, Apuntada ya esa cualidad en el art. 24.6 PLM[4], la ejecución se regula en el Capítulo del PLM (arts. 26 a 29). Pero, bien mirado, el precepto fundamental en este punto es el apartado 12 de la Disposición Adicional cuarta del PLM, dedicada a reformas de la LEC, apartado del siguiente tenor literal:  “El número 2 del apartado 2 del artículo 517 pasa a tener la siguiente redacción: «2.º Los laudos o resoluciones arbitrales y los acuerdos de mediación.»” El art. 517 LEC, tras sentar, en el apartado 1, que la acción ejecutiva debe fundarse “en un título que lleve aparejada ejecución”, enumera, en su apartado 2, cuáles son esos títulos, judiciales y parajudiciales unos, y extrajudiciales, otros. El 1º de los títulos del art. 517.2 es prototípico: “la sentencia firme de condena”. El 2º son los “laudos o resoluciones arbitrales”. El PLM equipara los acuerdos de mediación a las sentencias arbitrales, lo que tiene una relevancia enorme, pues la LEC, en preceptos posteriores, distingue, a diversos efectos, entre los títulos judiciales y parajudiciales y los extrajudiciales o contractuales. Entre las distinciones más relevantes según se trate de una y otra clase de títulos, destaca la relativa a la oposición a la ejecución y a la impugnación de concretos actos de ejecución por ser contrarios a la ley o a lo dispuesto en el mismo título ejecutivo. Ni que decir tiene que las posibilidades de oposición a la ejecución cuando ésta se ha despachado sobre la base de un título judicial son mucho menores (art. 556 LEC) que cuando la ejecución se apoya en un titulo extrajudicial (art. 557 LEC).

No resulta comprensible ni aceptable que un acuerdo entre dos sujetos jurídicos, que, por más que haya intervenido un mediador, no deja de ser el resultado de una autocomposición, documentada sin fedatario (el mediador no lo es y, por añadidura, firma el acuerdo después de las partes), pueda valer lo mismo que la decisión de un tercero (juez o árbitro). El procedimiento del PLM no constituye una garantía semejante a la del proceso jurisdiccional o arbitral, dirigido y controlado por un juez o un árbitro. Según el PLM, lo que se presentaría al Juez para iniciar el proceso de ejecución forzosa civil no sería sino un documento privado en el que constaría un acuerdo, por más que se acompañe “copia de las actas de la sesión constitutiva y final del procedimiento” (otro documento privado), conforme prevé el art. 26 PLM. Se trataría de un documento sin las condiciones esenciales para constituir un título ejecutivo extrajudicial o contractual, entre las que se encuentra la intervención de un fedatario que proporciona seguridad de que lo que aparece pactado responde efectivamente a la voluntad de quienes aparecen como protagonistas del pacto y obligados a cumplirlo. El PLM no hace fedatarios a los mediadores regulados en el PLM y una protocolización notarial del acuerdo, que puede ser unilateral (art. 24.3, pfo. segundo PLM), no equivale en modo alguno a la dación de fe sobre el hecho del pacto en sus concretos términos. A fortiori, el acuerdo de mediación resulta inequiparable a los títulos ejecutivos judiciales o parajudiciales actuales.

Sería, pues, una pura y neta voluntad política la que introduciría en el Derecho español el insólito fenómeno de la fuerza ejecutiva de unos documentos privados y, por añadidura, con una fuerza ejecutiva igual a la de una sentencia judicial o arbitral. No hace falta, nos parece, encarecer el injustificable peligro de esta innovación del PLM. Simplemente, es de tener en cuenta que, tras despacharse ejecución (el primer acto de ejecución forzosa, que puede incluir trabar embargo de bienes concretos), la LEC, ante sentencias judiciales o arbitrales, no permite una oposición por falta de autenticidad si la sentencia arbitral ha sido notarialmente protocolizada (art. 5591, 4º LEC). No prosperaría tal oposición, según el PLM, si el acuerdo de mediación se hubiese protocolizado notarialmente, incluso por una sola de las partes.

De haber seguido adelante el PLM, no habrían faltado algunos panegiristas oficiosos que presentarían como audaz o revolucionaria innovación lo que es una ocurrencia gravemente errónea. Abrir la puerta directamente a la ejecución forzosa sobre la base de documentos privados es algo que, por lo menos, merecería un debate extenso y a fondo, que no ha existido en torno al PLM. Pero llamar audaz reforma o revolucionaria novedad a una idea insensata es un método frecuente de defensa y contraataque. La insolencia altanera con que este método se aplica surte frecuentemente los efectos de acobardamiento que se pretenden.

Habría también, conforme al PLM, cambios en la ejecución forzosa en el ámbito de la Justicia administrativa. Conforme al apartado 2 de la Disposición Adicional tercera del PLM, el acuerdo alcanzado tras una mediación respecto de asunto inicialmente sometido a los tribunales contencioso-administrativos (mediación a la que nos referimos anteriormente) se equipararía a una sentencia de condena dineraria a la Administración por adición, en el art. 106 LJCA,[5] de un apartado 7 nuevo, del siguiente tenor: “7. Este procedimiento será de aplicación cuando el crédito frente a la Administración se reconociera en un acuerdo alcanzado según lo previsto en el artículo 77 o estuviere impuesto por un laudo arbitral.”

Esta equiparación es de menor gravedad a la proyectada en asuntos civiles y mercantiles, puesto que, de una parte, uno de los litigantes es una Administración pública y, por otro lado, conforme al art. 77 LJCA en su texto modificado por el PLM, el acuerdo habría de ser homologado por el Tribunal, lo que sin duda no se hará sin que a éste le conste la voluntad concorde de ambas partes. Lo grave, aquí, es lo que señalamos al final del subepígrafe anterior, esto es, el incremento inicuo de las dificultades para lograr que las Administraciones públicas hagan frente a sus responsabilidades pecuniarias.

V.- Conclusión

Espero haber dejado claramente expuesta mi opinión acerca del grave error de enfoque que sufren quienes se afanan en promover esta forma de componer controversias, que imaginan (porque domina una gran imaginación voluntarista, si no es cinismo demagógico) un remedio mágico para compensar carencias de la Justicia, cuando procedería aplicarse a aminorar seriamente esas carencias. Habrán notado, supongo, que la ausencia de un nivel aceptable de técnica jurídica y legislativa es compañera natural del voluntarismo (o la demagogia). Subrayo, por último, que ni ese Proyecto de Ley ni ningún otro similar merecen por mi parte un pronóstico de éxito, no ya en cuanto a producir una disminución de la litigiosidad propiamente jurisdiccional, sino ni siquiera en cuanto a que se recurra más a la mediación para poner fin a controversias civiles o mercantiles.



[1] El proyectado precepto nuevo continuaría en los siguientes términos: “Los representantes de las Administraciones públicas demandadas necesitarán la autorización oportuna para llevar a efecto la transacción, con arreglo a las normas que regulan la disposición de la acción por parte de los mismos.
2. El intento de conciliación o mediación, siempre que se sujete al procedimiento previsto en la ley o, en su caso, cuando todas las partes personadas lo soliciten suspenderá el curso de las actuaciones, a cuya terminación las partes informarán al tribunal del resultado del procedimiento que hubieren seguido. Aunque se reanude el proceso, el tribunal admitirá el acuerdo que se alcance posteriormente siempre que tenga lugar en cualquier momento anterior al día en que el pleito haya sido declarado concluso para sentencia.
3. Si las partes llegaran a un acuerdo que implique la desaparición de la controversia, el Juez o Tribunal dictará auto declarando terminado el procedimiento, siempre que lo acordado no fuera manifiestamente contrario al ordenamiento jurídico ni lesivo del interés público o de terceros.»

[2] Con frecuencia, las demandas contra la Administración ante los Tribunales de la Jurisdicción Administrativa son precedidas de un periodo de mera inactividad de la Administración tras el que, ope iuris, se considera desestimada tácitamente, por el denominado silencio administrativo negativo, la solicitud o reclamación que el administrado hubiese formulado a la Administración. Pero incluso en estos casos, un procedimiento administrativo tiene que haber sido incoado.
[3] Téngase en cuenta que hoy, en España, los Jueces y Magistrados se encuentran compelidos a “producir” cierto número de resoluciones si no quieren sufrir consecuencias desfavorables en su remuneración e incluso sanciones disciplinarias. Pues bien: la suspensión de procesos contencioso-administrativos no sólo no les acarrearía ninguna consecuencia negativa, sino que quizá les permitiría cumplir con esos “módulos” de trabajo con un esfuerzo inferior: podrían suspender procesos de fatigosa decisión acerca del an debeatur y del quantum debeatur, en beneficio de la resolución de procesos más fáciles. Pero hay aún algo más grave, fundado en la experiencia: lamentablemente, buen número de jurisdicentes presionan a las partes para llegar a un acuerdo que les ahorre decidir a ellos. Esas genuinas presiones se producen, frecuentemente, incluso cuando legalmente es público el acto procesal en que teóricamente se podría simplemente exhortar a alcanzar un acuerdo. Puedo mencionar el caso real de los Juzgados de Familia de Madrid, en que, ilegalmente, no son grabadas las audiencias en que se prácticamente se coacciona a los litigantes para evitar el trabajo de decidir complicados litigios económico-matrimoniales. No incurrimos en la ingenuidad de pensar que algo semejante debería ser por completo descartado en el seno de esta novedad del PLM.
[4] Transcribimos el precepto (nótense los defectos sintácticos): “1. El acuerdo de mediación puede versar sobre una parte o sobre la totalidad de las materias sometidas a la mediación.”
“En el acuerdo de mediación deberá constar la identidad y el domicilio de las partes, el lugar y fecha en que se suscribe, las obligaciones que cada parte asume y que se ha seguido un procedimiento de mediación ajustado a las previsiones de esta ley, con indicación del mediador o mediadores que han intervenido y, en su caso, de la institución de mediación en la cual se ha desarrollado el procedimiento.”
“2. El acuerdo de mediación deberá firmarse por las partes o sus representantes y presentarse al mediador, en el plazo máximo de diez días desde el acta final, para su firma.”
“3. Del acuerdo de mediación se entregará un ejemplar a cada una de las partes, reservándose otro el mediador para su conservación. Dicho documento será título que lleva aparejada ejecución.”
“Cualquiera de las partes podrá protocolizar notarialmente el acuerdo de mediación a su costa.”
“Cuando el acuerdo de mediación haya de ejecutarse en otro Estado la protocolización notarial será necesaria para su consideración como título ejecutivo, además de los requisitos que en su caso puedan exigir los Convenios internacionales en que España sea parte y las normas de la Unión Europea.”
“4. El acuerdo de mediación produce efectos de cosa juzgada para las partes y frente a él sólo podrá solicitarse la anulación.”
“La acción de anulación caducará a los treinta días naturales a contar desde el día siguiente a la firma del acuerdo de mediación y sólo podrá fundarse en la infracción de los requisitos previstos en los apartados 1, 2 y 3 de este artículo.”
“Para el conocimiento de la acción de anulación del acuerdo de mediación será competente el Juzgado de Primera Instancia del domicilio o residencia del demandado o de cualquiera de ellos, si fueren varios, y se sustanciará por los cauces del juicio verbal regulado en la Ley de Enjuiciamiento Civil.”
“5. Se podrá solicitar la revisión de los acuerdos de mediación conforme a los supuestos y procedimiento establecido en la Ley de Enjuiciamiento Civil para las sentencias firmes.”
“6. Si despachada ejecución se interpusiera y admitiera la demanda de acción de anulación o de revisión, se podrán hacer uso de los trámites de suspensión, sobreseimiento y reanudación de la ejecución previstos en el artículo 566 de la Ley de Enjuiciamiento Civil.”

[5] Para facilidad del lector, reproduzco el art. 106 LJCA: “1. Cuando la Administración fuere condenada al pago de cantidad líquida, el órgano encargado de su cumplimiento acordará el pago con cargo al crédito correspondiente de su presupuesto que tendrá siempre la consideración de ampliable. Si para el pago fuese necesario realizar una modificación presupuestaria, deberá concluirse el procedimiento correspondiente dentro de los tres meses siguientes al día de notificación de la resolución judicial.”
“2. A la cantidad a que se refiere el apartado anterior se añadirá el interés legal del dinero, calculado desde la fecha de notificación de la sentencia dictada en única o primera instancia.”
“3. No obstante lo dispuesto en el artículo 104.2, transcurridos tres meses desde que la sentencia firme sea comunicada al órgano que deba cumplirla, se podrá instar la ejecución forzosa. En este supuesto, la autoridad judicial, oído el órgano encargado de hacerla efectiva, podrá incrementar en dos puntos el interés legal a devengar, siempre que apreciase falta de diligencia en el cumplimiento.”
“4. Si la Administración condenada al pago de cantidad estimase que el cumplimiento de la sentencia habría de producir trastorno grave a su Hacienda, lo pondrá en conocimiento del Juez o Tribunal acompañado de una propuesta razonada para que, oídas las partes, se resuelva sobre el modo de ejecutar la sentencia en la forma que sea menos gravosa para aquélla.”
“5. Lo dispuesto en los apartados anteriores será de aplicación asimismo a los supuestos en que se lleve a efecto la ejecución provisional de las sentencias conforme a esta Ley.”
“6. Cualquiera de las partes podrá solicitar que la cantidad a satisfacer se compense con créditos que la Administración ostente contra el recurrente.”

jueves, 3 de febrero de 2011

UNA LEY “INTEGRAL” (ES DECIR, TOTALITARIA) PARA MULTAR Y CASTIGAR LA INCORRECCIÓN (I)


INFORMACIÓN BÁSICA Y “PERLAS” ESCOGIDAS DEL “ANTEPROYECTO DE LEY INTEGRAL PARA LA IGUALDAD DE TRATO Y LA NO DISCRIMINACIÓN”
A base de antieméticos y protectores gástricos, he sido capaz de leer el “Anteproyecto de Ley Integral para la Igualdad de trato y la no discriminación” (ALIT), presentado el 7 de enero de 2011 por la increíble pero cierta Ministra de Sanidad, Política Social e Igualdad del “Gobierno de España” (“GdE”), Dña. Leire Pajín.
No puedo entretenerme aquí en los numerosos errores y defectos técnico-jurídicos del ALIT, empezando por la heterogeneidad de un precepto importantísimo, el art. 2.1, que, además, en absoluto responde a su rótulo, “ámbito subjetivo de aplicación”, pues comienza con algo básico para el ámbito objetivo, como son los parámetros de igualdad y no discriminación:
Nadie podrá ser discriminado por razón de nacimiento, origen racial o étnico, sexo, religión, convicción u opinión, edad, discapacidad, orientación o identidad sexual, enfermedad, lengua o cualquier otra condición o circunstancia personal o social.”
El art. 14 de la Constitución Española (CE) en vigor se expresa en los siguientes términos: “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social.” Como se ve, el art. 2. ALIT se refiere expresamente a la “edad”, a la “discapacidad”, a la “orientación o identidad sexual”, a la “enfermedad” y a la “lengua” que no aparecen en el texto constitucional, aunque pueden considerarse comprendidos en el inciso “o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”, inciso reproducido en el ALIT.
 Los elementos que pudieran ser relevantes para una indebida desigualdad de trato son, a la postre, todos, porque, además de los expresamente mencionados, en “cualquier otra condición o circunstancia personal o social” están comprendidos la estatura, el peso, el color de los ojos, el aspecto físico general, los rasgos temperamentales, la rapidez de reflejos, la agudeza visual, la inteligencia, los años de trabajo, el tipo o tipos de empleo desempeñados, la condición de autónomo o de trabajador por cuenta ajena, los títulos escolares y académicos, etc., lo mismo que la liquidez y la solvencia patrimonial propia o familiar, la cantidad de hijos o de hermanos, la profesión, las relaciones profesionales y sociales, las amistades y enemistades, la fama y prestigio, asociaciones diversas a que se pertenece o se ha pertenecido, etc.,
Sentado lo anterior veamos el verdadero ámbito subjetivo de la futura Ley Integral, etc. (LIT). Los destinatarios de la LIT somos todos, organismos públicos, personas física o jurídicas, incluidos los turistas, que residan o actúen en España (párrafo final del aptdo. 5 de art. 2 ALIT).
El ámbito objetivo de la LIT estaría configurado por el total de ciertos ámbitos de la vida humana. El ALIT (art. 3) se refiere expresamente a varias “esferas”, que son las siguientes:
“a) Empleo y trabajo por cuenta ajena y por cuenta propia, que comprende el acceso, las condiciones de trabajo, incluidas las retributivas y las de despido, la promoción profesional y la formación para el empleo.”
“b) Acceso, promoción, condiciones de trabajo y formación en el empleo público.”
“c) Afiliación y participación en organizaciones políticas, sindicales, empresariales, profesionales y de interés social o económico.”
“d) Educación.”
“e) Sanidad.”
“f) Prestaciones y servicios sociales.”
“g) Acceso, oferta y suministro de bienes y servicios a disposición del público, incluida la vivienda.”
Pero estas “esferas” constituyen ámbitos en los “especialmente” deben evitarse la desigualdad de trato y la discriminación. Antes, el ALIT dispone que la ley venidera se aplique  en todos los ámbitos de la vida política, económica, cultural y social.” ¿Se aplica a la familia? Claro que sí, salvo que el ámbito familiar no se considere un ámbito “social”, lo que se me hace muy cuesta arriba. En realidad, a un “ámbito social” pertenece cualquier actividad humana que no se lleve a cabo en soledad. Debería haber un factor correctivo de “lo social”, constituido por el círculo o “esfera” de la intimidad. La CE reconoce la “intimidad personal y familiar” en su art. 18.1. Y una jurisprudencia copiosa relaciona la inviolabilidad del domicilio con la intimidad personal. Hay mucho casuismo, pero, aun así, debería considerarse excluido de la LIT lo que resulte indudablemente íntimo. Se reduciría así el ámbito objetivo, pero tampoco de modo notable. De modo que, en cuanto al ámbito objetivo, se puede decir que, según el ATLI, sería casi todo lo humano.
Siendo éste el panorama general, el ALIT introduce algunas importantes matizaciones generales (hay otras concretas, respecto de distintas concretas “esferas”) frente a la igualdad y a la no discriminación. Son hipótesis legales en las que las disposiciones de la LIT no tendrían que aplicarse o, al menos, no se aplicarían en sus propios términos.  Nos encontramos, para empezar, con este curioso precepto, el apartado 2 del art. 3:
“Lo dispuesto en la presente Ley se entiende sin perjuicio de los regímenes específicos más favorables establecidos en la normativa estatal o autonómica por razón de las distintas causas de discriminación previstas en el apartado primero del artículo dos.” (la cursiva es mía).
El texto, en sí mismo, resulta curioso y chocante porque o la LIT se presenta ya, ella misma, como muy imperfecta en su propósito igualitario y no discriminatorio o no cabe pensar que haya otras conjuntos de normas (“regímenes específicos”), estatales o autonómicos, que puedan ser “más favorables” para la igualdad de trato y la no discriminación en lo relativo a nacimiento, origen racial o étnico, sexo, religión, convicción u opinión, edad, discapacidad, orientación o identidad sexual, enfermedad, lengua o cualquier otra condición o circunstancia personal o social, que son los factores previstos en el art. 2.1 ALIT. Literalmente, estaríamos, conforme a la LIT futura, ante un panorama de igualdad a casi todos los efectos, pero posiblemente coexistentes con panoramas de más igualdad aún en distintos ámbitos y a ciertos efectos. El “legislador” estaría haciendo buena el dicho popular, muy extendido, de que “todos somos iguales, pero algunos más iguales que otros”.
A no ser que en el precepto transcrito (art. 3.2) se esté haciendo referencia a las denominadas “medidas de acción positiva” del art. 11 del ALIT:
Se consideran acciones positivas las diferencias de trato orientadas a prevenir, eliminar y, en su caso, compensar cualquier forma de discriminación en su dimensión colectiva o social. Tales medidas serán aplicables en tanto subsistan las situaciones de discriminación que las justifican y habrán de ser razonables y proporcionadas en relación con los medios para su desarrollo, los objetivos que persigan y los plazos para su consecución.”
Esta noción, muy conocida, consiste en unas buenas diferencias de trato o discriminaciones que no son contrarias a las malas diferencias de trato o discriminaciones, porque se orientan “a prevenir, eliminar y, en su caso, compensar cualquier forma de discriminación en su dimensión colectiva o social”. Ejemplo claro de las positive actions, son las medidas discriminatorias favorables a las mujeres (política de cuotas). Lo que no veo yo muy bien expresado es eso de que se previene, elimina o compensa (mayormente se compensa) alguna forma de discriminación “en su dimensión colectiva o social”. Porque ocurre que la positive action, aunque se fije en esa dimensión colectiva o social (y eso de fijarse, como lo estar “orientadas”, resulta extremadamente subjetivo), acaba siempre teniendo una dimensión individual: la del beneficiario y la de los perjudicados. De la temporalidad de las positive actions mejor no hablamos mucho, porque suena a burla: de ordinario, no se establecen plazos y, muy frecuentemente, las “medidas de acción positiva” se adoptan cuando la discriminación ha desaparecido. Desde hace bien poco, p. ej., tenemos suaves “medidas de acción positiva” en el profesorado universitario, p. ej., justo cuando, en no pocas “áreas de conocimiento”, el número de profesoras comienza a igualar o superar al de profesores.
Los arts. 4 a 7 del ALIT se dedican a lo que el mismo ALIT considera un gran avance: las distinciones entre tipos de discriminación. Las distinciones del ALIT son éstas: discriminación directa, discriminación indirecta, discriminación por asociación, discriminación por error, discriminación múltiple, acoso discriminatorio, inducción, orden o instrucción de discriminar y represalia. Al final de esta entrada, en el texto no directamente visible, reproduzco los artículos citados y los restantes del ALIT que más me han llamado la atención, para esta entrada y las sucesivas. Noten algo tremendo: es ilícito no sólo lo que suponga desigualdad de trato, sino también lo que pueda suponer esa desigualdad. Terminaré esta entrada con tres observaciones: sobre la discriminación indirecta, sobre la discriminación por error y sobre la represalia.
Definición legal de discriminación indirecta (art. 5.2 ALIT):
La discriminación indirecta se produce cuando una disposición, criterio o práctica aparentemente neutros ocasiona o puede ocasionar a una o varias personas una desventaja particular con respecto a otras.”
Es decir, algo (“disposición, criterio o práctica”) que en apariencia es neutro, es decir, en lo que no se advierte intención discriminatoria, acaba provocando una desventaja de uno respecto de otro. Con sólo eso ya tenemos un comportamiento censurable y sancionable. La vida, nuestra vida diaria, estará poblada de discriminaciones indirectas: el barman, como somos habituales y sabe que lo nuestro es el cafelito con dos churros, se pone a preparárnoslos en cuanto nos ve entrar. No quiere discriminar a nadie: simplemente no necesita preguntarnos “qué a va ser” y tiene a mano los churritos y la cafetera. Pero el resultado es que uno empieza a desayunar 30 segundos antes que otro cliente que entró 35 segundo antes que nosotros. ¡Horrible discriminación indirecta! En todos los bares, a coger número y a esperar que nos llamen. O a ponerse en fila: ¡fantástica mejora de la calidad de vida!.
Pero la cosa se pone aún más interesante ante la “discriminación por error” (art. 6.2 ALIT): “aquella que se funda en una apreciación incorrecta acerca de las características de la persona discriminada”. Es decir, que, a nada que te equivoques al apreciar la existencia o inexistencia de ciertas características en una persona –no ya al valorar esas características- incurres en discriminación. Se me antoja un gran exceso esta clase de discriminación.
Muy notable e impresionante encuentro el tipo de discriminación definido como represalias en el art. 10 ATLI:
“A los efectos de esta Ley se entiende por represalia cualquier trato adverso o consecuencia negativa que pueda sufrir una persona por intervenir, participar o colaborar en un procedimiento administrativo o proceso judicial destinado a impedir o hacer cesar una situación discriminatoria, o por haber presentado una queja, reclamación, denuncia, demanda o recurso de cualquier tipo con el mismo objeto.”
Aquí no se ha incurrido en exceso alguno, sino en un claro defecto, porque las diferencias de trato que se definen como represalias son únicamente las represalias (trato adverso que se dispensa a una persona o conciencia negativa que se le hace sufrir) originadas a consecuencia de denunciar, demandar, querellarse, ser testigo o cualquier comportamiento procedimental o procesal en el seno de procesos o procedimientos iniciados para defender la igualdad de trato y la no discriminación. Pero la represalia, digo yo, es igualmente reprochable si se lleva a cabo por discrepar ideológica, política, científica o culturalmente o porque a quien se encuentra en condiciones de tratar adversamente a una persona lo hace porque ésta “le cae mal” y no digamos porque compra habitualmente un periódico determinado, porque ha colocado un pequeño crucifico encima de su mesa de trabajo (o porque no lo ha colocado), porque está afiliado a cierto sindicato (o porque no lo está), porque lleva corbata o porque no la lleva, etc. En concreto, resulta curioso que, en concreto, las represalias que suele gastar la clase política, colectivo al que pertenece la Ministra Pajín, represalias que sufre tanta gente (a la hora de ser empleado, a la hora de la contratación administrativa, a la de las subvenciones) y que son diferencias de trato discriminatorias, están excluidas de las “represalias” discriminatorias que tendrían relevancia conforme al ATLI. ¿No es esto algo escandaloso?